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A principios de nuestro siglo viajó a Europa, descubriendo un mundo que le resultaba grotesco y que nada tenía que ver con la vida sencilla y despreocupada de los isleños de Samoa. Los samoanos no conocían -ni tampoco necesitaban- el dinero («el metal redondo»), ni los grandes edificios («canastas de piedra»), ni los cines («locales de pseudo-vida»), ni los periódicos («los muchos papeles»). Nunca entendió por qué «los Papalagi» (que significa «los hombres blancos») siempre tienen prisa; o por qué en vez de disfrutar de lo que hacen siempre piensan en lo
que harán después; o porqué con la cantidad de cosas que tienen siempre quieren tener más.